Historia del tricampeónato de 1997


Una formación de lujo que arrasó con todo. De izquierda a derecha. De pie: Sorín, Astrada, Berizzo, Celso Ayala, Hernán Díaz y Burgos. Agachados: Monserrat, Francescoli, Gallardo, Berti y Salas.

El equipo del pícaro Ramón Díaz. El bicampeón que iba por más. El que se recitaba de memoria. El que estaba por escribir uno de los capítulos más brillantes en la historia futbolística de la última década del siglo XX. El que logro que los hinchas fueran a la cancha para disfrutar. Toque, River, toque. Cierre los ojos, reclínese y sienta el fútbol en su estado más puro. Pero esté atento, porque los duendes de Enzo Francescoli, el Matador Salas y Marcelo Gallardo le pueden pintar la cara hasta en el recuerdo.

El origen del tricampeón se puede situar en el Sur del Gran Buenos Aires. El 24 de agosto, la base del bicampeón debutaba en la cancha de Lanús, con la novedad de la presentación en sociedad de Norberto Acosta, un morochito desgarbado que compartía la defensa con tres jugadores que solo saldrían del equipo por lesión o expulsión: Hernán Díaz, el paraguayo Celso Ayala y Eduardo Berizzo eran intocables para el Pelado Díaz. Ellos tenían que cargar con el peso que significaba soportar una deliciosa estructura ofensiva. Si el rival conseguía tener la pelota, claro, porque los de arriba no defendían, precisamente, persiguiendo a los contrarios. 

Y los de arriba eran nenes que jugaban en serio: Monserrat, la Bruja Berti, un inspiradísimo Muñeco Gallardo, más adelante Francescoli, el Chileno Salas. Ellos aplicaban un concepto tan viejo como desusado en esos momentos: debía correr la pelota y no el jugador, concepto bajado un poco por el técnico, otro poco por la experiencia del Príncipe. Y la redonda corría de un lado al otro, sin parar, en un toqueteo cadencioso, música para los oídos de la tribuna. El Lanús de Oscar Garré, de a ratos, bailó los primeros compases. Fue 3 a 1, con goles de Celso, el Mencho Medina Bello, Siviero en contra y Hugo Morales. 

Fue premonitorio. Algo grande, muy grande, estaba por comenzar. 

El Príncipe Enzo y el Matador Salas formaron una dupla de ensueño, pero no estaban solos: era un equipazo. 

Curiosidades de los medios: el Dream Team de la época no estaba en Núñez sino en la Boca, justamente en la Boca. El enemigo se había reforzado como nunca para romper la hegemonía de River. Maradona, Caniggia, Oscar Córdoba, los mellizos Barros Schelotto y Martín Palermo se habían sumado al equipo del Bambino Veira. ¿Belleza? Un poco. Lo lindo, lindo de verdad, se podía ver en otro desfile. 



A la base del bicampeón, Ramón le había hecho pequeños retoques porque también se quería tirar de lleno a la Supercopa, torneo que debía jugar paralelamente y que era el único que faltaba en las vitrinas. Así, River compro a Diego Placente (de Argentinos), al paraguayo Pedro Sarabia (de Banfield, recomendado por Celso Ayala), a Martín Cardetti (de Central), a Juanjo Borrelli (de Panathinaikos de Grecia) y a Sebastián Rambert, Pascualito, el Avioncito que venía de Boca. Y el técnico, de paso, promovió a un rubiecito al que los hinchas no conocían pero del que ya habían oído hablar cientos de veces por las cosas que hacia en Inferiores: Pablo Aimar. 



El buen futbol es como la varicela: se contagia al mínimo contacto. River, a esa altura, era para sus hinchas una enfermedad incipiente. Una enfermedad dulce, si cabe el término. 

El Monumental estaba a tope en esa segunda fecha. De pronto, la fiesta se interrumpió: el futbol lo puso un rival que, para colmo, tenía los colores azul y amarillo en su camiseta. 

Rosario Central sorprendió en Núñez en el primer y anticipado tropiezo de la campaña. Otra vez 3 a 1, pero ahora en contra, por obra de ese clon disfrazado del Enzo de era el Polillita Da Silva. Los dos goles del uruguayo y otro de Carbonari demostraron que esos once jugadores con la camiseta de la Banda Roja eran humanos. ¡Para qué! 
Por culpa de los rosarinos los demás iban a sufrir como una parturienta. Furiosos cual un toro herido, los jugadores salieron a arrasar al que se plantara. Y empezó el rocanrol. Pero no uno cualquiera: eran los Rolling Stones. 

Parecía que se habían jurado que si no hacían tres goles para ganar, el triunfo no valía. Música, maestro. Las goleadas se sucedieron una tras otra, incesantes, inclementes. 


Tres a Ferro en Caballito sin despeinarse (Salas, Medina Bello y Díaz, de penal). Tres a Español (Medina Bello, Salas y Ayala) sin maquillarse. Tres a Huracán en Parque Patricios (Rambert, Berti y el Mencho) sin emborracharse, aunque ese 21 de septiembre se hizo un verdadero picnic. Y mientras en la semana se dedicaba a trotar en la Supercopa, donde avanzaba a Segunda fase, los domingos paseaba en el Apertura. 

Y otra vez sopa: tres a Gimnasia en el Bosque (Berti, Monserrat y Salas, descuento de San Esteban de penal) sin asustarse del Lobo, que después de la demostración de garabatos y chiches se sintió tan engañado como Caperucita. 

Hasta que llegó el primer clásico, contra Racing en Avellaneda, que hacia suponer cierta dificultad. Una prueba de fuego, que le dicen. Ardiendo, River empezó el segundo tiempo con un 2-0 abajo, por un tiro libre del Mago Rubén Capria y una corrida del Chelo Marcelo Delgado. ¿Quién podía salvarlo? ¡¡¡Yo, Martín Cardetti!!! Si, ya entonces, el mismísimo Chapulín. El enano entró e hizo estragos: dos goles y la ambientación del tercero, un preciso cabezazo del Toto Berizzo. 

Ese 3 a 2 en Avellaneda, sufrido, transpirado, gozado, lo dejó como único puntero del campeonato con 18 puntos, a dos de Argentinos Juniors y a tres de Boca, “el” rival, al que siempre miraba de reojo. 

Tal vez por el inesperado sacudón en el Cilindro, la racha de los tres goles por partido se cortó con un modesto 2 a 0 a Gimnasia y Tiro de Salta (Berti y Salas). Y también se corto la racha de triunfos, cinco al hilo, con el empate en uno ante Unión (Juanjo Borrelli y el Loco Marzo). Ese 18 de octubre, en Santa Fe, River se había anotado, en algún sentido, un triunfo: Pablito Aimar hizo su debut oficial. Se venía el superclásico y la diferencia, justo ahora, era de un puntito. Apenas un puntito. 


River tenía 22 y Boca, 21.

El país ardía, en todos los sentidos. Y el futbol conmovía el sentimiento de la gente, necesitada de aferrarse a la esperanza que le daba el futbol para compensar tanta amargura. 

25 de octubre. Delirio. Multitud. Fiesta. Polémica. Ramón. El Bambino. Y como si fuera poco, Diego Armando Maradona. Promesa de futbol caliente. 

Burgos; Hernán Díaz, Celso Ayala, Berizzo, Placente (36 ST Sorin); Monserrat (35 ST Cardetti), Astrada, Berti; Gallardo; Rambert (17 ST Escudero) y Salas de un lado. 

Córdoba; Vivas (ST Caniggia), Bermúdez, Fabri, Arruabarrena; Toresani, Cagna, Solano; Maradona (ST Riquelme); Latorre (37 ST Traverso) y Palermo del otro. 

Un solo equipo en la cancha, River, durante el primer tiempo. Un jugador, Maradona, que no estaba en condiciones de jugar y sufría sus últimos minutos como futbolista profesional. Un error del árbitro, Horacio Elizondo, que ignoró un claro penal de Bermúdez a Rambert. Hasta que entró Riquelme, que todavía no festejaba como el Topo Gigio, y desorientó a todos. 

Se llevó la música a otra parte, y gol del Huevo Toresani, y gol de Palermo (después de un foul de Bermúdez a Burgos, que el arbitro ignoró), y lluvia, y Hernán Díaz que se va expulsado, y Arruabarrena que la saca en la línea, y… listo. 

River perdió 2 a 1 y también perdió la punta. Ramón seguía sin poder ganarle a Boca. 


Boca 24, River 22. Décima fecha. Sábado por la noche: Boca recibe a los suplentes de Lanús, que jugaba la Copa Conmebol, y asombrosamente pierde 1 a 0. Domingo de gloria: River tritura a Platense en Vicente López por 5 a 2 (dos de Cardetti, dos de Sorin, Gallardo). 

River 25, Boca 24. Final para el fotochart. Bandera verde. Paso Newell’s, 2 a 1, Salas y Gallardo, el día en que Francescoli jugó por primera vez en el torneo luego de un desgarro por el que “casi largó todo”. Menos mal que no. 

El equipo de Ramón, ahora si, era otra vez una feria de las Colectividades, y los gritos de “U-ru-guayo, U-ru-guayo” y “Chi-le-no, Chi-le-no” bajaban atronando desde las tribunas. Pasó Vélez, 1 a 1 con angustia, a cinco minutos del final por un gol de Juampi. ¿Pasó la punta? No, porque el generoso Boca también empató con el humilde Ferro. 

Pasó San Lorenzo, con más angustia todavía. Esta vez Solari quiso ser el héroe un minuto antes que Sorin en Liniers: lo definió faltando cuatro. Pasó Estudiantes, 2 a 0 en la Plata, con suspensión de Castrilli incluida y goles de Escudero y Berti. Pasó Independiente, 3 a 0 arrasador, dos de Gallardo y uno de Salas, el de los goles tremendos. 


Pasó Gimnasia en Jujuy, con futbol brillante, contundente, del bueno, y fue 3 a 1 (Salas, Berti y Cardetti). Pasó, también, el empate de Boca frente a Racing. Y pasó Colón, 2 a 1 en el Monumental, con el grito del Enzo de penal y otro más del Matador Salas. 

Con un empate en la última fecha, River era tricampeón de la mano de Ramón.


Libertadores Y Supercopa

Y éste paréntesis lo abrimos para recordar los otros títulos que acompañaron al tercer Tricampeonato Millonario: la conquista de la Copa Libertadores en 1996 y la de la Supercopa en 1997.


Acá los goles y la palabra de Hernán Crespo


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