Señor Labruna. Cuento

Camino no acaba de llegar. Cierro comillas. Hasta más luego.



Labruna hizo caso: empezó a subir la cuesta sin apuro. Notó enseguida que el aire le resultaba poco. Miró hacia atrás: el paisano ya se había borrado del paisaje. Allá, adelante, la escuelita de piedras estaba cerca pero demasiado lejos. Necesitó morder el aire; sí, porque le resultaba poco. Y ahí comprendió eso de que el camino no acaba de llegar. Sintió miedo, casi una ráfaga de terror. No quiso mirar hacia atrás de nuevo. Mirando nada más que las piedras suaves siguió avanzando. El ruido del silencio le golpeaba las sienes. No daba ya más. Sintió que se derrumbaba.

—¡Señor Labruna! ¡yo sabía que usted un día iba a venir por aquí!

Estupor Corcuera se adelantó y le dio un abrazo. Con el largo abrazo lo sostuvo. Labruna fue encontrando el aire y las palabras:

—Mucho gusto, Corcuera… encantado de conocerlo.

Estupor lo hizo pasar a la cálida penumbra de la casa que era escuela. Partió enseguida una cebolla al medio y le dijo que se la comiera. Labruna hizo caso. La cebolla lo resucitó. Terminó de encontrarse con el aire y empezó conversar de todo un poco con Corcuera. Lo primero que hizo fue entregarle el paquetón con algunos obsequios: cuadernos, cajas de colores, dos bolsitas con harina y una baraja.

Como a la media hora los dos maestros estaban jugando al truco.

Después comieron un locro de aroma emocionante que ya estaba en trámite desde la mañana. Brindaron con vino clarete.

Y se les pasó el rato tan rápido como se pasa la vida.


Cuando llegó el momento de bajar la cuesta, Estupor Corcuera le indicó a Labruna que lo siguiera. El maestro caminaba adelante, llevando bajo el brazo una de las dos pequeñas bolsas de harina con que fue obsequiado. Antes de iniciar el recorrido Labruna vio con extrañeza que Estupor le hacía varios agujeritos a la bolsa. Y ahora la bolsa iba dejando un reguero, un sendero de harina. Alarmado le avisó a Corcuera.

—No se preocupe, señor Labruna. Eso sí: usted vaya pisando por el caminito que va dejando la harina. Por favor le pido.

Labruna sin preguntar hizo caso: caminó por encima de la harina.

Al llegar al final de la cuesta se encontraron con el paisano que, puntual, ya estaba esperando. Labruna se animó a preguntarle a Corcuera algo que venía rumiando desde que llegó:

—Dígame, Estupor: ¿por qué en todas sus cartas dijo que me iba a dar suerte?

—Señor Labruna, ¿qué otra cosa le puede dar un pobre?


Se abrazaron fuerte, rápido. Ni a Corcuera ni a Labruna les quiso salir una sola palabra más. Sabían que se habían visto por primera vez, y por última vez.

Ya al galope, Labruna se dio vuelta y alcanzó a ver cómo el maestro estaba subiendo la cuesta. Iba poniendo y demorando sus pies, uno a uno, exactamente sobre las pisadas que recién él dejó marcadas, sobre la harina.


Rodolfo Braceli | Del libr

o «De fútbol somos»,