Haydee Luján Martínez. La gorda Matosas

Su viejo, un orgulloso madrileño, afrontó el fallecimiento de su esposa y enfrentó la tarea de criarla junto con su hermana. Una tarde, ya en Buenos Aires, el padre – hincha del Real Madrid en España – salió, casualmente, solo con ella, a pasear. Caminaron por Palermo y, casi por casualidad, se sumaron a una caravana de hinchas de River que venía desde La Matanza desembocando en un destino que le soldaría a la pequeña, una banda roja sobre su alma blanca e infantil, para siempre.

Ya adulta se instaló en la ciudad de La Plata, fue por varios barrios periféricos hasta recalar en la calle número 75. Asegurando que había elegido esa calle como homenaje al campeonato obtenido por River Plate en el año 1975, tras 18 años sin títulos para el equipo de Núñez.

Se la empezó a conocer como la gorda Matosas una tarde de frío en el estadio de Atlanta. River perdía el partido por dos goles de diferencia, le expulsan un jugador y ya se veía que el resultado era irreversible. Cuando faltaban quince minutos para finalizar, la gente comenzó, a pesar de la derrota, a cantar apoyando al equipo. Ella estaba erguida sobre un para-avalancha, tomada de una bandera: algo inédito para una mujer. Desde allí dirigía al grueso de la hinchada. Al terminar el partido los hinchas de River, en mayor número, acostumbrados a varios años de sequía sin obtener un solo título y habiendo colmado la popular, se hacían sentir más que el público local.

Ni bien el árbitro señaló el centro del campo de juego, Roberto Matosas, un notable jugador uruguayo, muy aplaudido esa tarde por su entrega en el campo de juego, le obsequió su camiseta a Haydee – así era su nombre: Haydee Luján Martínez – quién había nacido en España un 24 de noviembre de 1933. A partir de allí los gruesos pendencieros que la adoraban como a una buena madre y la escoltaban en todas las tribunas, la llamaron cariñosamente “la gorda Matosas” apodo que se hizo famoso en el ambiente futbolístico. Los muchachos de la barra entonaban entre eructos de vino y choripán, las canciones que la gorda inventaba para hostigar a los de Boca y proclamar su amor por River. Siempre, dos o tres de ellos, algo que era un honor, la acompañaban como fieles guardaespaldas, hasta la terminal, cuando partía hacia su hogar en La Plata.

gordaMatosas_PaliSu fama creció gracias a su ingenio y su pasión, demostrada en actos infrecuentes, no solo en comparación con las mujeres sino con los hinchas en general. En 1986 viajó disfrazada de Gallina a Japón, tenía sesenta años. Cuando iba a la cancha de Boca, eterno rival, llevaba consigo una bolsita de nylon con zapatos y en invierno también le sumaba un saco de lana rojo o blanco. Cuando terminaba el partido se sacaba el saco y los zapatos y los tiraba, ya que los consideraba infectados por el solo hecho de haber tocado el interior de la Bombonera y, posteriormente, se ponía los que había “resguardado” en la bolsa. Jamás se la vio con algo amarillo o azul en sus atuendos y nunca pronunciaba la palabra “boca”. Para ella los Xeneises eran los innombrables. Decía que comía “trompadillos” de acelga en lugar de bocadillos o que cruzaba la “jetacalle” en lugar de la bocacalle. Tenía un diccionario propio.

Gran amiga del ídolo riverplatense: Ángel Labruna, las paredes de todas las habitaciones de su casa eran blancas y estaban cruzadas por una banda roja en diagonal. Era diabética pero tomó gaseosa sin medida durante toda su vida. Al fumar le sacaba el filtro a los cigarrillos y cuando algún curioso le preguntaba la razón, invariablemente respondía – ¿vos chuparías una teta con corpiño? Pero de sus anécdotas hubo una que fue, sin dudas la más notable: Al cumplir los treinta y tres años, estaba comprometida con un maestro mayor de obras, aunque ella presumía que era arquitecto. Ya en los últimos preparativos para el casamiento le informó a su novio como iba a ser el vestido de novia: todo blanco cruzado con una banda roja brillante. El novio se negó rotundamente. La acompañaba al estadio de River, compartía su simpatía por la institución millonaria pero no podía dejar de pensar en sus familiares y allegados. Sentía que el casamiento era un momento de ellos dos, únicamente, y no quería “compartirlo” también con River. Las discusiones fueron muy duras y finalmente a menos de un mes de la boda, la pareja se separó. A partir de este hecho, la gorda repitió hasta su muerte: “River, institución, es mi esposo, mi padre, mi hijo y mi amante y con eso tengo bastante”.

En el año 1972 se jugó un clásico en el Estadio de Vélez Sársfield, para muchos el clásico más emotivo de la historia. Esa tarde se festejaba el día de la madre y la gorda aseguraba que “Diosito” y su mamá desde el cielo le iban a dar el mejor regalo posible: un triunfo de su equipo. River hacía ya quince años que no conseguía un título y aquella tarde fue local en Liniers llevando, como pocas veces, más hinchas que Boca. River ganaba dos a cero, Boca se puso en ventaja cuatro a dos y, posteriormente, y con un gol en el minuto final River ganó cinco a cuatro. Muchas veces habrá llorado en una cancha, de felicidad o de tristeza, pero aquella tarde, los que la vieron quedaron impresionados, no paró de llorar durante casi media hora abrazada a una bandera. Esa tarde de octubre no participó de la búsqueda de hinchas de Boca a los cuales cargar o pegarles, esa tarde lloró como pocas veces en su vida, sentada en la escalera de salida, recibiendo el abrazo afectuoso y alborozado de todos los hinchas de River.

Iba de La Plata a Buenos Aires dos veces por semana, a venderle billetes de lotería a los directivos y jugadores que pasaran por la A.F.A. y especialmente a los árbitros, claro que también para pegarle con su paraguas por algún penal dudoso o fallo a favor de Boca o en contra de River. “Las viuditas de pantalón corto”, como ella llamaba a los referís que entonces vestían siempre de negro para distinguirse de los jugadores. Estos sabían que si le otorgaban un penal a Boca, por mas lícito que fuera, debían aguantar las quejas de la gorda en el edificio de la calle Viamonte.

En la ciudad donde vivía se sentía cómoda, decía que no había tantos bosteros y que la mayoría allí eran hinchas de Gimnasia y que ella prefería lejos al “Lobito” y no a los “pinchas”, el otro cuadro de la ciudad. Cuando Gimnasia jugaba en el ascenso fue a varios partidos y los hinchas del Lobo la recuerdan en los jardines – la única persona vestida de blanco y rojo en los jardines internos que posee el estadio del Lobo platense -. A pesar de las diferencias notables entre ambos clubes, había un respeto mutuo entre estos personajes tribuneros. Cuando Gimnasia retornó a primera, a principios de la década del ochenta, la barra del centro de la popular de Gimnasia, suspendía sus insultos a los odiados “gallinas” para dedicarle un saludo a la gorda Matosas, cantando: “con arena y con cemento a la gorda un monumento”. Códigos populares que le dicen.

Poco después de asistir a un programa televisivo de Susana Giménez, invitada junto a La Raulito donde se negó a compartir el mismo sillón, con una hincha de Boca, la gorda se escapó del Hospital donde estaba internada por serios problemas en los pulmones y cruzó la cordillera para ver a su equipo. River estaba jugando la Copa Libertadores. Fue la última locura. El último acto de amor por su club. A los pocos días su cuerpo dijo basta. El bombo blanco y rojo dejó de latir. Su deseo era que desde la popular se esparcieran sus cenizas al campo de juego donde prometía, desde el más allá, hacerle zancadillas a los bosteros cuando visitaran el Monumental. Desde lo institucional nunca hubo un homenaje oficial de “los señores de cuello y corbata que no van de visitante”, como ella les decía a algunos directivos. La gorda, seguramente, se extraña en la gente común, en el hincha veterano de River, el de la popular obviamente, que cada tanto, ante una derrota o una victoria millonaria piensa melancólico: “si estuviera la gorda Matosas acá, que quilombo estaría haciendo”.


No hay comentarios.:

Publicar un comentario